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Resonancias

Transversal Sonora

2020

Revista electrónica

Resumen

 Este escrito apunta a reflexionar sobre el devenir de la música en un contexto de creciente mercantilización y digitalización de los medios técnicos. Buscamos dilucidar, por un lado, cómo la fórmula mercantil crea un círculo vicioso que se apoya en los medios técnicos y, a su vez, los utiliza para reproducir el ciclo capitalista que abastece a la industria. Por otro, la reflexión nos llevará de modo central a repensar la relación que se da entre el dispositivo de la música en formato digital y el sujeto, y a desarticular, con ello, la aparente complejidad del vínculo que los une en la sociedad mercantil.

La música en formato digital, hasta hace poco ilustrada en la figura del mp3 y hoy reflejada en una multiplicidad de plataformas de streaming, se ha vuelto por antonomasia la configuración propia de este siglo para la difusión y el consumo de música. Lo anterior encierra dos elementos clave de lo que significa hoy la música. Por un lado, el hecho de que la música se consume; se ha vuelto un producto insigne de la industria cultural denunciada por Adorno y Horkheimer a mediados de los cuarenta(1), commodity susceptible de una producción en masa no entendida sólo en términos de los medios de difusión, sino también en los incentivos que ésta deposita en la producción, en la creación musical misma. Por otra parte, y estrechamente ligado con lo anterior, este nuevo mercado ha hallado su canal en el mundo digital, en la entelequia propia de nuestra época: la nube.

Este breve escrito apunta a reflexionar en torno a la realidad que enfrenta la música en el contexto ya descrito, buscando dilucidar, por un lado, cómo la fórmula mercantil moldea un círculo vicioso que se apoya en los medios técnicos y, a su vez, los utiliza para reproducir el ciclo capitalista que abastece esta industria cultural. En segundo término, la reflexión nos llevará de modo central a repensar la relación que se da entre el dispositivo de la música en formato digital y el sujeto, y a partir de ello desarticular la aparente complejidad del vínculo que los une en la sociedad mercantil.

El proceso de desarrollo tecnológico que sentó las bases para la reproductibilidad técnica de la música es más sutil de lo que podría pensarse. Primero, porque una genealogía histórica nos remonta más allá de lo que el imaginario colectivo ha retenido. Allí donde se piensa en el CD, se contrapone el casete, que desplazó al disco de vinilo; pero el disco de vinilo fue a su vez una disrupción tecnológica que dejó en el pasado al cilindro de fonógrafo –considerado el primer medio de grabación y reproducción de sonido, creado en 1877–, y aquí nos acotamos a los inventos triunfadores, omitiendo los que nunca pudieron adaptarse a las necesidades de una industria de crecientes lógicas capitalistas. Pero en segundo lugar, esta genealogía nos pone frente a la pregunta por la reproductibilidad. ¿Qué es reproducir?

El organillo es un instrumento que utiliza rodillos con hendiduras que registran partituras, y con el giro de una manivela, su operador es capaz de (re)producir las melodías en ellos inscritas. El sonido es producido en el aquí y ahora, pero difícilmente alguien le atribuiría cualidades creativas al ejercicio de un organillero. ¿Qué es reproducir? Las primeras descripciones del organillo datan de fines del siglo XVIII. ¿Quiere decir que la reproductibilidad técnica en la música data de los albores revolución industrial? Examinemos la partitura que le sirve de fuente no sólo a ese organillero, sino a cualquier intérprete docto. Esa partitura es la representación gráfica de una composición musical, es decir, corresponde a la reproducción técnica –impresa o hecha a mano– de un proceso productivo-creativo que la antecede. Pero no nos detengamos ahí. El compositor de una pieza compone una pieza. Leamos esa frase desde la confección textil: alguien recoge retazos de tela, toma el hilo y una aguja y compone una pieza. Al desdibujar los límites entre un adentro –la creación– y su afuera –la reproducción–, esta analogía ilustra el problema. El compositor musical se vale de retazos también; no son materiales, sino que se trata de ideas en su interior, en su sí-mismo; aquella enrevesada entelequia metafísica heredada de la modernidad. El compositor crea, pero ¿qué crea? Una composición, una unión de piezas que surgen de su experiencia, de su cultura, de un lenguaje que es mediador permanente, re-productor de la realidad en nosotros; el compositor usa conceptos y aun cuando las ideas musicales se le presenten como imágenes, como sensaciones, como actos de consciencia, los conceptos mediaron su relación con el mundo donde posa sus pies. Y en lo lejano, en el mito del hombre aislado, el compositor está mediado aún por su propio cuerpo. La técnica lo atraviesa. En último término, ¿qué es reproducción? ¿No es el ser humano mismo, en su condición humana, reproducción, y no es, a su vez, toda reproducción técnica? Se pregunta Stiegler: “¿Dónde comienza(n), o acaba(n) el hombre –la técnica?” (Stiegler, El pecado de Epimeteo, p. 154) (2). El afuera, degradado, marginado, se cuela en el adentro y deja en él una fisura que, en último término, difumina los límites entre lo natural y lo técnico.

En este contexto, podemos ya levantar una crítica a la visión que Walter Benjamin sostendría respecto de la reproductibilidad técnica en el ámbito de la música. Para Benjamin, el problema ni siquiera radicaría en la desmaterialización que supone la digitalización de la música, sino más atrás, en el punto en que la música deja de ser un acto de creación en el aquí y ahora y es capaz de adoptar un soporte físico que es, además, reproducible por medios técnicos. Pero hemos ya vislumbrado las dificultades asociadas a los propios conceptos de reproductibilidad y de técnica. Si los límites de estas definiciones se desdibujan, como hemos visto, con ello pierde nitidez también la idea del aura en Benjamin, necesariamente. Y es que el aura remite a una creación, a un acto de producción originaria que corresponde al análogo estético del ser humano originario de Rousseau, es decir, a una formulación conceptual que es imposible de hallar históricamente.

En nuestra lectura, entonces, Benjamin se equivoca al afirmar, a mediados de los treinta, que “[l]a reproducción técnica del sonido, por su parte, se acometió a finales del pasado siglo” (Benjamin, Obras completas, libro I/vol. 2, p. 12). Pero el error va más allá de una genealogía. Cuando Benjamin esgrime que “[h]asta a la más perfecta reproducción le falta algo: el aquí y el ahora de la obra de arte, su existencia siempre irrepetible en el lugar mismo en que se encuentra” (ibíd., p. 13), focaliza el problema, primero, en la repetición. El defecto de la reproducción residiría en que algo se pierde –el aura–, y esa pérdida no puede sino remitir a una mediación imperfecta, a un mensajero torpe que extravía parte de su encomienda. Falta en Benjamin el reconocimiento de que el mensajero no se halla sólo entre la obra y su copia; el mensajero torpe es la objetivación misma, la puesta en práctica de la obra de arte. Este elemento puede observarse de puntos de vista tan disímiles como el de Hegel o Nancy. En Hegel, la pérdida en la objetivación es clara en su exposición sobre la formación del signo lingüístico como fenómeno psicológico: “El signo es una cierta intuición inmediata que representa un contenido enteramente otro que el que tiene de suyo; es [como] la pirámide en la cual se ha colocado un alma extraña y la cobija” (Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, §458, p. 499). En Nancy, en tanto, podemos encontrar esta noción en la propia idea de corporalidad como finitud, que se encuentra curiosamente en línea con lo que Hegel sutilmente representa con la imagen de la pirámide, a saber, la muerte de la idea en su objetivación. Esta muerte se halla en el propio de acto auténtico de producción artística, no ya en su reproducción. Y si no hallamos a aquel creador sin mediación, el concepto de autenticidad pierde su sentido. No hay creación sin mediación ni, por lo mismo, creación que no esté atravesada por una pérdida primaria.

Un último punto respecto a Benjamin. Al referirse a la reproducción técnica en particular,  y a la sustracción de autenticidad de la que esta es objeto, el alemán resume su argumento en dos puntos. Primero, que “la reproducción técnica resulta mucho más independiente respecto al original que la manual” (Benjamin, op. cit., p. 13). Segundo, “puede poner a la copia en situaciones que no están al alcance del que es el propio original” (ibíd.). Al primero de ellos podemos responder con lo que ya hemos examinado. La propia creación artística constituye una objetivación que supone a la vez una pérdida y un desprendimiento de parte del artista; en último término, la pérdida del propio artista, su desvanecimiento, su muerte. De modo que la reproducción técnica no es más independiente que la manual, es tan independiente como ella y, más aun, es tan independiente como el original. Con respecto al segundo argumento, aplica la misma lógica que para el anterior, pero podemos agregar un elemento adicional, relacionado con el caso particular que acá tratamos y que hemos dejado algo desamparado. En la era de la música en formato digital, el propio acto de creación se ha vuelto digital; puede pensarse en el caso particular de la música electrónica, por ejemplo. Ciertamente, ya hemos dejado asentada la idea de que toda creación en tanto creación implica pérdida, pero omitamos –como Benjamin– este hecho por un minuto. En una creación musical digital el producto reproducido resultaría, en el prisma de Benjamin, exactamente equivalente a ese original, que de hecho no es tal: la noción de original se desvanece en la medida que sólo hay un producto que es a la vez e inmediatamente reproducción técnica.

Volvamos al acto de creación artística. En nuestro análisis, nos hemos topado con la consigna derridiana de que “[n]o hay fuera-del-texto” (Derrida, De la gramatología, p. 202), que adquiere aquí dos acepciones particulares. Primero, en el sentido que le hemos dado a la concepción artística –esto es, al momento en que el músico idea una pieza–, sostuvimos que ésta se encuentra marcada por una matriz conceptual a partir de la cual el artista aprehende al mundo no como un objeto abstraído de su contexto, sino en sí como un producto de esa fisura primaria que lo abre a éste y lo torna fruto de una vida situada. Segundo, y jugando con la idea anterior, si entendemos el texto no ya como la conceptualización inerte a la experiencia en el mundo, sino como el producto de una objetivación (como podría entenderse desde Hegel), entonces la obra de arte puede ser entendida como texto. Y valiéndonos de Derrida –pero llevándolo más allá del proyecto de De la gramatología– podemos aseverar que no hay fuera-de-la-obra, es decir, la obra puede ser leída desde sí sin importar su condición de reproducción o no; asumimos su carácter técnico desde el momento mismo en que se concibe la idea(3) –técnica también– que, mediada, intenta darle forma.

No hay fuera-del-texto: todo es técnico, incluyendo al ser humano. Luego, no hay que temerle a la reproductibilidad técnica, porque reproducción y técnica nos constituyen. Esta disolución del límite entre ser humano y tecnología –la disolución de una norma antropológica amparada en la metafísica– nos sitúa de frente al pensamiento de Peter Sloterdijk, muy en línea con Derrida. Sloterdijk rompe el dualismo y se asume la coexistencia entre lo habitualmente entendido como natural y como técnico, alejándose del esquema normativo que expulsa a lo técnico como algo impropio al ser humano. La música en formato digital deja de ocupar un sitial marginal, secundario, para ser, sencillamente, una manifestación más de creación artística.

Resulta esencial agregar aquí la lectura de Vilém Flusser, a partir de la cual es posible trazar un paralelo entre su noción de la fotografía como imagen técnica y la música en formato digital. Flusser entiende las imágenes como “conjuntos de símbolos connotativos: las imágenes son susceptibles de interpretación” (Flusser, Hacia una filosofía de la fotografía, p. 11). De ello se deriva su carácter mágico, por cuanto no se valen del “mundo de la linealidad histórica, donde nada se repite jamás, donde todo es efecto de causas y llega a ser causa de ulteriores efectos” (ibíd., p. 12). En la imagen hay semánticas cruzadas, se rompe con una lógica narrativa. Esta magia se disuelve en el texto, que pasa a adoptar precisamente esa forma, alejándose así cada vez más del mundo. El autor reconoce, por cierto, que “[l]as imágenes son mediaciones entre el hombre y el mundo” (ibíd.), por cuanto “son traducciones de hechos a situaciones; éstas sustituyen con escenas los hechos” (ibíd.). El resquemor con respecto al texto se derivaría del hecho de que constituye una mediación adicional, pero más allá de eso, hasta aquí la visión de Flusser sigue siendo susceptible a nuestra crítica a Benjamin.

En efecto, para Flusser, las imágenes toman significados directamente del mundo, pero no repara en que ese mundo es en sí un significante, un símbolo, en la medida en que es aprehendido de una cierta forma, no neutral, por el individuo. En cuanto el ser humano se halla circunscrito en un sistema de conceptualizaciones, significa todo el tiempo, simboliza en cada mirada, en todo su complejo modo de experimentar el mundo. En este escenario, por lo tanto, el paso que da el texto es realmente minúsculo, pues el salto dichoso hacia la significación(4) ya está dado en el sólo hecho de ser humano.

Sin embargo, pasando a la imagen técnica, Flusser nos sitúa en una perspectiva interesante. La imagen técnica supone una mediación adicional, posterior al texto. Las imágenes técnicas se apoyan en textos científicos, que sentaron las bases para el desarrollo técnico que permitió justamente el surgimiento de las imágenes técnicas. A su vez, poseen un “carácter aparentemente no simbólico, ‘objetivo’”, que “hace que el observador las mire como si no fueran realmente imágenes, sino una especie de ventana al mundo. El observador confía en ellas como en sus ojos” (Flusser, op. cit., p. 18). Pero ello supone un peligroso ocultamiento, porque “la ‘objetividad’ de la imagen técnica es una ilusión. Las imágenes técnicas son, en verdad, imágenes, y como tales, simbólicas” (ibíd.). Allí donde la imagen técnica se nos presenta como una ventana, como un reflejo fiel e insesgado de una realidad exterior, hay en realidad un dispositivo técnico en operación. Tras él, hay a su vez dispositivos hermenéuticos de la realidad que, desde la ciencia, suponen una visión privativa del mundo, una forma específica de aprehender la realidad que aparentan transparentar. Por lo tanto, son una manifestación ideológica, el reflejo de una episteme –en el sentido foucaultiano– particular que se solapa en el cientificismo. Y el dispositivo técnico, entonces, sea cual sea –por cierto, esto aplica a la música digital–, se vuelve susceptible de convertirse, por ejemplo, en un objeto mercantil por cuanto la matriz discursiva de nuestro tiempo obedece al economicismo capitalista. Así, sin que siquiera lo notemos, el dispositivo queda cargado de una ideología –la lógica del consumo, por ejemplo, o los estándares que la industria impone a través de modas, etc.– que reproduce el sistema imperante.

Aquí podemos remitir nuevamente a Sloterdijk, a quien cedemos la palabra:

En sustancia, el humanismo burgués no era otra cosa que el pleno poder para imponer a la juventud los clásicos obligatorios y para declarar la validez universal de las lecturas nacionales. De acuerdo con ello, las propias naciones burguesas serían […] productos literarios y postales: ficciones de una amistad predestinada con lejanos compatriotas y amables círculos formados por los lectores de ciertos autores comunes-propios que ellos consideran fascinantes por antonomasia. (Sloterdijk, Normas para el parque humano, p. 27)

Si extendemos el concepto de literatura al campo de la música, puede entenderse claramente desde Sloterdijk el modo en que la música como producto mercantil y, en el prisma de Flusser, como reproductor de las lógicas de vida capitalistas, cumple la función, como toda la industria cultural, de servir de narrativa para la ficción de la nación burguesa contemporánea. La reproducción del sistema capitalista se valdría, así, de la declaración de validez universal de la música, y toda forma de expresión artística mercantilizada, como producto de consumo masivo, estandarizado, commodificado. La creación artística –y dentro de ella, la música– queda reducida a otro texto de amistad de la sociedad capitalista, otro medio de perpetuación del sistema.

Como hemos examinado, no es la reproductibilidad técnica de suyo el problema de la obra de arte en nuestra época(5), sino el hecho de que, en cuanto tal, la reproducción técnica queda a la deriva de una episteme que se esconde tras una careta de objetividad que no es tal. Si no estamos conscientes del poder que esa matriz discursiva ejerce sobre el arte en un contexto, además, de mercantilización de la cultura, perdemos de vista el modo en que la lógica capitalista se reproduce, no sólo por la vía de la acumulación de capital asociada a la industria cultural, sino más profundamente, mediante el fetichismo por productos artísticos reproducidos en la medida más conveniente para el propio sistema, de acuerdo a sus propios estándares y velando, ante todo, por esconderse detrás de la socialización del consumo conspicuo.

Por último, este aparataje ideológico se esconde en un discurso siempre rimbombante en torno a la idea del progreso basado en la tecnología, y a partir de la masividad del consumo se justifica la reproducción estandarizada. Pero –dirán Horkheimer y Adorno–

 

en todo ello se silencia que el terreno sobre el que la técnica adquiere poder sobre la sociedad es el poder de los económicamente más fuertes sobre la sociedad. La racionalidad técnica es hoy la racionalidad del dominio mismo. Es el carácter coactivo de la sociedad alienada de sí misma. (Horkheimer, op. cit., p. 166)

(1) Ver al respecto el capítulo “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas” en M. Horkheimer y T.W. Adorno, Dialéctica de la ilustración.

(2) El propio Rousseau reconoce esta dificultad antes de emprender uno de sus más célebres discursos, precisamente antes de buscar a ese ser humano sin técnica: “(…) no es ligera empresa el desentrañar lo que hay de originario y de artificial en la naturaleza actual del hombre y el conocer bien su estado ya inexistente, que quizá nunca haya existido, que probablemente no existirá jamás” (Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres, p. 50).

(3) ¿Cuándo se concibe una idea? ¿No es imposible también rastrear el origen de una idea artística?

(4) Jugamos, aquí, con la bellísima consigna kierkegaardiana: “ein seliger Sprung in die Ewigkeit” (“un salto dichoso hacia la eternidad”) (S. Kierkegaard, Fear & Trembling, p. 47).

(5) Idea compartida por Horkheimer y Adorno: “ello no se debe atribuir a una ley de desarrollo de la técnica como tal, sino a su función en la economía actual” (Horkheimer, op. cit., p. 166).

Bibliografía

  • Benjamin, Walter. Obras completas, libro i/vol. 2. Madrid, Abada, 2008

  • Derrida, Jacques. De la gramatología. C. de México, Siglo xxi, 1986.

  • Flusser, Vilém. Hacia una filosofía de la fotografía. C. de México, Trillas, 1990.

  • Hegel, G.W.F. Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Madrid, Alianza, 2005.

  • Horkheimer, Max y Theodor W. Adorno. Dialéctica de la ilustración. Valladolid, Trotta, 1998.

  • Kierkegaard, Søren. Fear & Trembling. Londres, Penguin, 2005.

  • Rousseau, Jean-Jacques Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres. Madrid, Alba, 1998.

  • Sloterdijk, Peter. Normas para el parque humano. Madrid, Siruela, 2000.

  • Stiegler, Bernard. La técnica y el tiempo – 1: El pecado de Epimeteo. Hondarribia, Hiru, 2003.

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